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Las calabazas mexicanas no son lisas y naranja, pero son el verdadero ancestro del vegetal.
La segunda quincena de octubre es una de las épocas más animadas del año para estar en Ciudad de México porque los preparativos para el Día de los Muertos están en pleno apogeo.
En los bulliciosos mercados matutinos se venden ramos de cempasúchil (flor de muertos o clavel chino) para las ofrendas de la celebración y los agricultores comercian sus calabazas.
Símbolo por excelencia del equinoccio de otoño, a la calabaza se le encuentra en todos los continentes del mundo, pero su verdadero hogar es México.
Cultivo prehispánico que se remonta a más de 7.500 años, las originales eran pequeñas, duras y amargas, pero su resistente exterior era ideal para sobrevivir al inclemente clima y a las cosechas menos abundantes, convirtiéndola en parte integral de la dieta mexicana antigua.
En los mercados actuales no encontrarás «Jack-o’-lanterns», las calabazas lisas y de color naranja brillante que se utilizan para hacer linternas.
Y es que esa calabaza, usada en la tradición de Halloween, es normalmente de la variedad «Connecticut fields» (Campos de Connecticut), originalmente cultivada por los indios estadounidenses y más apta para ser tallada que para ser consumida como alimento.
La calabaza que se ve en los mercados mexicanos puede ser bulbosa y beige, redonda y de franjas verdes, o desigual y amarilla con cuellos torcidos.
La pulpa está presente en sabrosos platos, como los moles y tamales, y las pepitas -o semillas- suelen ser esparcidas sobre el comal añadiéndoles sal.
La calabaza incluso es utilizada para hacer dulces cristalizados que son exhibidos ingeniosamente en las tiendas de golosinas de la capital.
«Realmente tienes que viajar por todo el país para ver las incontables maneras de usar la calabaza, porque los platos son muy regionales», dice Lesley Téllez, guía culinaria y autora del libro «Eat Mexico: Recipes from Mexico City’s Streets, Markets & Fondas».