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FRASES DEL MAL DEL PUERCO

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FRASES DEL MAL DEL PUERCO

#EnNutsaTeVesYSientesBien

Todos, absolutamente todos —y aquel que lo niegue es un empecinado mentiroso viviendo fuera de la realidad—, se han entregado alguna vez al pecado de la gula.

Existen personas que, desde pequeñas —incluso antes de formular sus primeras palabras y dar los primeros pasos—, fueron religiosas amantes de la comida y el sabor; otras, aunque medio flojas y renuentes para alimentarse como la etapa de la infancia demanda, siempre que se encontraban con comida de su especial predilección: se abandonaban hasta el hartazgo.

Las mayoría de las veces que nos topamos con la gastronomía que más nos hace ojitos, nuestro raciocinio pasa a segundo plano y el deseo nos exhorta a abusar de las capacidades propias de nuestro ya conocido y fogueado estómago; esto, independientemente si hemos sido personas que comen porque el cuerpo así nos lo demanda, por hobby, o por afán rayano en la obsesión-compulsión —el grado más grave de todos.

Es natural que después de empacar excesivamente nuestra panza, que está a punto de entrar en coma por sobrecarga, sintamos la menesterosa necesidad de contar ovejitas: de caer en brazos de Morfeo, el Rey del Sueño.

Los párpados, vencidos por un exógeno mal, comienzan a entornarse involuntariamente; cabeceamos abnegadamente cual pequeño bebé que no desea descansar, o de manera parecida a como lo hace aquella persona que está a punto de dormir en el transporte público —se llame [metro, metrobús, camión, combi, guagua, chimeco, micro, burro o lo que se les ocurra], por más pésimo que sea el servicio— después de una agotadora jornada personal-escolar-laboral-social.

Para acabarla de fregar, siempre que nos invade este efecto postcomensal, nos encontramos en lugares que no se prestan para pegar pestaña: una fonda o restaurante; una casa ajena, y peor tantito si es la morada de tus insufribles suegros; el puesto improvisado de comida en la calle; o una jarana que promete volverse un verdadero zafarrancho inolvidable.

Una vez identificada la sintomatología, utilizamos nuestros conocimientos médico-coloquiales, y decimos, con toda seguridad ante los presentes que nos acompañan, restregándonos la palma de la mano por sobre nuestros ojos, como advirtiendo que estamos a punto de dormir: «Ya me dio el Mal del Puerco».

Pero este padecimiento tiene una explicación lógica, natural y científica:

Los humanos poseemos en nuestro cerebro muchas sustancias químicas con diversas tareas evolutivas que cumplir: oxitocina (neuromodulador del sistema nervioso central encargado de los comportamientos sociales, patrones sexuales y la conducta parental); dopamina (cognición, actividad motora, motivación y recompensa, producción de leche en el caso de la madres, sueño, humor, atención y aprendizaje); vasopresina (reabsorción de moléculas de agua a través de la concentración de orina y la reducción de su volumen, en los túbulos renales, por mencionar sólo tres de las cientos o miles que, infiero, debemos de tener.

En este caso, nuestro cerebro también produce una hormona bautizada como orexina, también llamada hipocretina; su variedad de funciones son la regulación del ciclo sueño-vigilia, la ingesta de comida y bebida, así como determinados aprendizajes de nuestras particulares preferencias gustativas.

En contraparte, si por alguna extraña y negligente razón, tu  hipotálamo lateral, dorsomedial y perifornical —zona cerebral donde se produce dicha hormona— llegue a deschavetarse, los expertos sugieren que la falla podría ser el génesis de problemas relacionados con la alteración  funcional del sistema orexinérgico: explicaría la aparición de determinados trastornos clínicos, como el acceso de sueño con patológico carácter, produciendo un deseo irresistible de dormir, o sucesivos ataques de sueño (clínicamente conocido como narcolepsia); además de promover —por decirlo de alguna forma— en tu organismo la obesidad o la adicción a drogas. Eso dicen.

Los alimentos con altos contenidos de glucosa provocan debilitamiento temporal de las funciones de las orexinas; por ende, nuestra capacidad para mantenernos alerta se ve socavada. Cualquier incremento, por mínimo que sea, de glucosa en nuestro torrente sanguíneo, limita significativamente las funciones de la hormona, provocando adormecimiento.

Cuando nos alimentamos, nuestro estómago necesita obtener más sangre para crear ácido clorhídrico y bicarbonato, sustancias que ayudan a transformar el alimento en energía. Toda esa sangre que necesita el estómago se lo arrebata a los demás órganos y, uno de ellos, es el cerebro, por lo cual disminuye la producción de orexina. La sensación de sueño dura, en promedio, de cinco minutos hasta dos horas.

Por medio de un análisis y profunda observación con demás comensales, se sugieren tres fases que se desprenden del Mal del Puerco. Cada fase que siga del primer estadio es peor que su antecesora, y el efecto de cada etapa es directamente proporcional con la cantidad de alimentos ingeridos.

De esta forma, el presente tratado será intitulado como Las Fases del Mal del Puerco. Y, como última observación, aclaro que son los resultados obtenidos por mis investigaciones y no pongo en tela de juicio que las secuelas puedan variar de persona a persona, según su capacidad e historial de alimentación, retención, codificación y transformación de los comestibles ingeridos. Ya anunciados los preliminares, las Fases del Mal del Puerco son las siguientes.

Fase 1 (La Somnolencia Mínima): En esta primera etapa, el convidado ingiere algún menjurje de cualquier naturaleza comestible muy bien servido.

Queda satisfecho: sonríe con regocijo, se recuesta sobre el respaldo de la silla, estira las piernas por debajo de la mesa, coloca sus manos sobre la recién crecida panza, cierra los ojos, ahora los abre y observa hacia el techo del recinto y profiere con una dulzura casi infantil: «¡Ay, qué rico!».

Esta primera experimentación es la más satisfactoria de las que se presentarán, ya que se trata de un goce con medida sin caer en el pecado ni en la decadente actitud alimentaria.

El paciente entra en un leve periodo de somnolencia que apenas rebasa el umbral del sueño como para sentirlo muy pesado, y no dura más que unos cuantos minutos; se frota los ojos y las sienes cuidadosamente con la yema de los dedos pulgares y «¡Listo! Hay más cosas que hacer», se dice a sí misma la persona que no come por comer, sino que come lo necesario para seguir con sus rutinas y deberes que le demanda el día a día. Se levanta de la mesa dando las gracias a los presentes y a Dios —en caso de que sea creyente—, y se va a lo que sigue en su itinerario personal.

Fase 2 (Ni muy muy ni tan tan): Aquí ya se entra en un proceso que puede rayar en lo avorazado pero que aún no se tilda de gula. Quedamos más que satisfechos, y eructos un tanto imprudentes que se nos escapan involuntariamente nos obligan a ponernos la servilleta frente a la boca, y a pedir perdón.

La panza nos pesa un poquito y, si no fuera gracias al cinturón, nuestro pantalón ya hubiera cedido al famoso y penoso botonazo. Un significativo esfuerzo tenemos que hacer para ponernos de pie. El sentimiento de somnolencia arrecia, tarda más en desaparecer y tenemos que sacudir la cabeza o mojarnos el rostro con agua para reivindicar nuestra atención.

Nos cae muy bien dirigirnos al urinario para desaguar la vejiga y, en algunos casos, sentarnos ante el retrete para «descargar» ya que, de esta manera, baje un poco la hinchazón de nuestro estómago y nos devuelva la bella oportunidad de movernos más veloz y cómodamente.

Un dejo de sueño todavía nos acompaña aunque desaparecerá en un aproximado de treinta minutos. Deseamos ir a la cama para echar una meme, pero nos aguantamos sin claudicar… Aunque daríamos todo por pegar pestaña aunque sea «cinco minutos».

Aquí todavía podemos aplicar el lema de «a barriga llena, corazón contento» sin caer en el descaro. Sin embargo, la leve somnolencia parecida a la de los bebés nos abraza, pero las actividades nos obligan a rechazar la invitación del mundo de los sueños. Así las cosas.

Fase 3 (Tú no comes ni tragas: ¡aspiras!): La glucosa ha hecho estragos significativos con nuestras orexinas, si deseas ponerte de pie tienes que encajar los tenedores sobre la mesa —o si eres discreto, mejor sobre el mantel para no dañar el mueble—, te impulsas hacia arriba y obtienes el último empujón gracias a tus codos; al pararte, los párpados pesan, cabeceas ligeramente, las piernas te tiemblan como corderito recién parido y sientes un hartazgo por el que terminas recriminando tu insolente situación de comedor compulsivo, a sabiendas, por experiencias anteriores, los efectos de tu obsesión.

En la fase anterior te podía ayudar ir al retrete: ahora el cuerpo te pide «desempacar» con gritos desgarradores. La somnolencia domina sobre todos tus sentidos y crees que el último bocado ingerido lo traes todavía en la garganta porque más atrás ya no cabe. A duras penas puedes articular oraciones completas y con sentido y ya ni te preocupas por contestar el teléfono o seguir en la conversación con tus compañeros de lunch.

Las flatulencias que de tu cuerpo emanan son silenciosas, pero hasta hacen chillar los ojos; los eructos apestan que desgarran el alma peor que una mentada de madre en diez de mayo; sudas copiosamente y la camisa se inunda como el uniforme de un dedicado medallista olímpico: necesitas urgentemente poner en marcha tus necesidades fisiológicas porque tienes la firme convicción de que no controlarás tus esfínteres.

Llegas al inodoro con la ilusión como si fuera tu cama después de la jornada laboral, te posas sobre él y lo demás ocurre por su propia cuenta: clavas las uñas sobre las paredes laterales y aceptas que no aprendes a valorar la acción del defecar hasta que te sucede una contingencia como ésta. Cierras los ojos, agotado por la experiencia que parece no tener fin; los músculos se relajan y por poco te quedas dormido sobre «el trono».

Como todo buen adicto arrepentido a la comida —o a la sustancia que desees—, te juras ya no cometer de nuevo un atropello tan desconsiderado como aquel. «Neta que no lo vuelvo a hacer», auguras antes de salir del baño para que nadie más te escuche y no te lo pueda recriminar si es que reincides en el futuro próximo —porque sabes que tu promesa no durará bastante.

Para variar, la próxima semana saldrás con tus viejos amigos de la infancia o de la escuela; será la boda de la prima que aborreces pero que su hermano, el chef, se avienta unos platillos a los que no se les puede decir que «no»; o simplemente, conocedor de tu personalidad, sabes al dedillo que la próxima semana la dedicarás a las pizzas, tacos, eventos sociales y platillos que te pondrán dubitativo entre la medida y el deseo.

A todos nos ha pasado alguna vez, pero hay que poner los pies en la tierra y ser realistas: si sigues con las mismas sandeces, tu cuerpo, tarde o temprano y más temprano que tarde, cobrará factura por los malos tratos, desembocando en enfermedades crónica degenerativas.

Las enfermedades crónicas degenerativas son padecimientos «de larga duración y, por lo general de progresión lenta». Algunos ejemplos son las «enfermedades cardíacas, respiratorias, los infartos, el cáncer y la diabetes». Y «son las principales causas de mortandad en el mundo, siendo responsables de 63 por ciento de las muertes. En 2008, 36 millones de personas murieron de una enfermedad crónica, de las cuales, la mitad era de sexo femenino y el 29 por ciento era de menos de 60 años de edad», asegura la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Ya conoces los efectos y problemas que te puede ocasionar la insensatez de comer como si no hubiera un mañana, pero ¿cómo evitar uno de los mayores placeres en esta vida atascada de tentaciones terrenales? El problema no es lo que comemos: el problema es el exceso.

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